“Hacer de la vida religión y religión de la vida” -Giner de los Ríos-
Desde que te marchaste –o mejor te marcharon- has venido solo y de manera puntual en contadas ocasiones. Llegas, saludas afectuosamente a quienes te reclaman, participas en el acto para el que has sido requerido y te marchas veloz a tu morada en la Villa y Corte. Pareciera como si no quisieras encontrarte con Ella –la Ciudad- cara a cara. La evitas en la parte más innoble que tiene: sus sombras. Sus luces ya de manera inevitable siempre estarán contigo allí donde quiera que te encuentres. Formas parte indisoluble de su Historia más hermosa e imperecedera. Te envidio y admiro noble franciscano de Medina de Ríoseco. Has quedado configurado a sangre, amor y fuego dentro del exquisito grupo de los Sevillanos Ilustres. Nacer bajo la sombra de la Giralda es hermoso pero circunstancial. Elegir unir nuestro destino al suyo ya es harina de otro costal. Eso no es cuestión de nacencia sino de querencia. De las tres condiciones que son necesarias para ser un personaje histórico en Sevilla ya has cubierto dos: desarrollar una ingente y meritoria labor en la Ciudad y haber sido ninguneado y vilipendiado en vida. La tercera, que espero tarde mucho tiempo en cumplirse, es morirte. Cuando esto ocurra –que quiera San Francisco de Asís que todavía le quede un tramo largo- ya todos serán comentarios unánimes a favor de tu bondadosa y solidaria labor por tierras sevillanas. Nadie recordará las prisas de la jerarquía eclesiástica por “mandarte para los madriles”. Las soterradas y viles criticas por ser “amigo” de destacados socialistas (¿que culpa tendrías tú que en tu largo apostolado sevillano solo gobernaran los del puño y la rosa?). He leído en las sectarias plumas de algunos exquisitos de la Ciudad que el nuevo Arzobispo va a todos los actos en taxi, mientras que tú ibas con coche propio y chofer. ¿Qué te parece? Como para no salir “najando” después de tus cortas y contadas visitas. Ninguna Ciudad como Sevilla merecería tener una calle llamada “de la ojana” y, otra “de la puñalá trapera”. Pero tú, poco a poco, pero de manera perseverante, llegaste a entendernos a la perfección. Arribaste entre nosotros joven, muy joven, con tu porte de espigado seminarista para tomar el relevo de don José María Bueno Monreal. Viviste y participaste en la consolidación democrática de España y la Ciudad, desde tu morada enclavada en la Plaza de la Virgen de los Reyes. Te dejaste arrullar por los amaneceres aljarafeños, y conseguiste que al morir de cada día supieras algo más de nosotros y nuestras circunstancias. Nada te resultó extraño ni ajeno y los más desfavorecidos de la Ciudad siempre encontraron en ti un fiel aliado. Cometiste un grave error y al final te pasaron factura: no solo eras franciscano, sino que además ejercías como militante activo de los dones preclaros de tu Congregación. Cualquier colectivo marginal siempre encontró abierta de par en par las puertas de tu Palacio. Siempre encontraste a Cristo en la dureza de la marginación, y nunca entre los boatos y placeres de las fuerzas vivas de la Ciudad. Tu Sevilla más querida era la de la periferia y así quedó patente en tu apostolado. Escuchaste sobresaltado desde tu dormitorio descargas de disparos en las cabezas de dos sevillanos ilustres. Arrebatados a la vida por unos asesinos que llenaron de sangre para los restos las paredes de la calle Don Remondo. Le enseñaste, hasta en dos ocasiones, a tu Jefe Supremo en la Tierra la piel de la Vieja Híspalis. Seguro que le dirías en el mágico momento de la confidencialidad: “Santo Padre, estos que vuestra Eminencia ve hoy tan cercanos, son los hijos y las hijas del Señor del Gran Poder”.
Participaste en la Santificación oficial de Madre Angelita, aunque tú bien sabias que ya el pueblo la había elevado a los altares de la santidad popular. Tuviste dimes y diretes con el siempre complejo mundo de las Cofradías, pero conseguiste salir ileso y reforzado en estas históricas refriegas dialécticas. Fueron años, muchos años, de convivencia entre nosotros y tu legado, le pese a quien le pese, forma parte indisoluble de la cara más noble de esta vieja y sabia Ciudad.
Hoy te imagino en tu morada madrileña, leyendo placidamente junto a una ventana viendo los dulces atardeceres de Madrid (los más hermosos de esto que todavía llamamos España). ¿Qué lees? ¿En que piensas? ¿Con que sueñas desde tu retiro espiritual? Seguro que con Sevilla en la distancia. Formas parte del selecto grupo de los exiliados sevillanos que saben que la Ciudad se padece en las distancias cortas y, se sueña y se añora en las largas. Pero no te preocupes, yo difiero de ese slogan municipal que dice: “Sevilla, la Ciudad de las personas”. Aquí, lo que permanece para la eternidad vagando por sus calles, plazuelas, parques y jardines son las almas errantes y los hechos consumados. Obras, no las de las zanjas siempre inacabadas, sino las que nacen del Arte, el Talento y la Solidaridad humana. Eternas lecciones de amores impartidas, soslayando nuestra ancestral envidia, por sevillanos ilustres y, de la que vos Eminencia Reverendísima, formáis ya parte indisoluble.
Desde que te marchaste –o mejor te marcharon- has venido solo y de manera puntual en contadas ocasiones. Llegas, saludas afectuosamente a quienes te reclaman, participas en el acto para el que has sido requerido y te marchas veloz a tu morada en la Villa y Corte. Pareciera como si no quisieras encontrarte con Ella –la Ciudad- cara a cara. La evitas en la parte más innoble que tiene: sus sombras. Sus luces ya de manera inevitable siempre estarán contigo allí donde quiera que te encuentres. Formas parte indisoluble de su Historia más hermosa e imperecedera. Te envidio y admiro noble franciscano de Medina de Ríoseco. Has quedado configurado a sangre, amor y fuego dentro del exquisito grupo de los Sevillanos Ilustres. Nacer bajo la sombra de la Giralda es hermoso pero circunstancial. Elegir unir nuestro destino al suyo ya es harina de otro costal. Eso no es cuestión de nacencia sino de querencia. De las tres condiciones que son necesarias para ser un personaje histórico en Sevilla ya has cubierto dos: desarrollar una ingente y meritoria labor en la Ciudad y haber sido ninguneado y vilipendiado en vida. La tercera, que espero tarde mucho tiempo en cumplirse, es morirte. Cuando esto ocurra –que quiera San Francisco de Asís que todavía le quede un tramo largo- ya todos serán comentarios unánimes a favor de tu bondadosa y solidaria labor por tierras sevillanas. Nadie recordará las prisas de la jerarquía eclesiástica por “mandarte para los madriles”. Las soterradas y viles criticas por ser “amigo” de destacados socialistas (¿que culpa tendrías tú que en tu largo apostolado sevillano solo gobernaran los del puño y la rosa?). He leído en las sectarias plumas de algunos exquisitos de la Ciudad que el nuevo Arzobispo va a todos los actos en taxi, mientras que tú ibas con coche propio y chofer. ¿Qué te parece? Como para no salir “najando” después de tus cortas y contadas visitas. Ninguna Ciudad como Sevilla merecería tener una calle llamada “de la ojana” y, otra “de la puñalá trapera”. Pero tú, poco a poco, pero de manera perseverante, llegaste a entendernos a la perfección. Arribaste entre nosotros joven, muy joven, con tu porte de espigado seminarista para tomar el relevo de don José María Bueno Monreal. Viviste y participaste en la consolidación democrática de España y la Ciudad, desde tu morada enclavada en la Plaza de la Virgen de los Reyes. Te dejaste arrullar por los amaneceres aljarafeños, y conseguiste que al morir de cada día supieras algo más de nosotros y nuestras circunstancias. Nada te resultó extraño ni ajeno y los más desfavorecidos de la Ciudad siempre encontraron en ti un fiel aliado. Cometiste un grave error y al final te pasaron factura: no solo eras franciscano, sino que además ejercías como militante activo de los dones preclaros de tu Congregación. Cualquier colectivo marginal siempre encontró abierta de par en par las puertas de tu Palacio. Siempre encontraste a Cristo en la dureza de la marginación, y nunca entre los boatos y placeres de las fuerzas vivas de la Ciudad. Tu Sevilla más querida era la de la periferia y así quedó patente en tu apostolado. Escuchaste sobresaltado desde tu dormitorio descargas de disparos en las cabezas de dos sevillanos ilustres. Arrebatados a la vida por unos asesinos que llenaron de sangre para los restos las paredes de la calle Don Remondo. Le enseñaste, hasta en dos ocasiones, a tu Jefe Supremo en la Tierra la piel de la Vieja Híspalis. Seguro que le dirías en el mágico momento de la confidencialidad: “Santo Padre, estos que vuestra Eminencia ve hoy tan cercanos, son los hijos y las hijas del Señor del Gran Poder”.
Participaste en la Santificación oficial de Madre Angelita, aunque tú bien sabias que ya el pueblo la había elevado a los altares de la santidad popular. Tuviste dimes y diretes con el siempre complejo mundo de las Cofradías, pero conseguiste salir ileso y reforzado en estas históricas refriegas dialécticas. Fueron años, muchos años, de convivencia entre nosotros y tu legado, le pese a quien le pese, forma parte indisoluble de la cara más noble de esta vieja y sabia Ciudad.
Hoy te imagino en tu morada madrileña, leyendo placidamente junto a una ventana viendo los dulces atardeceres de Madrid (los más hermosos de esto que todavía llamamos España). ¿Qué lees? ¿En que piensas? ¿Con que sueñas desde tu retiro espiritual? Seguro que con Sevilla en la distancia. Formas parte del selecto grupo de los exiliados sevillanos que saben que la Ciudad se padece en las distancias cortas y, se sueña y se añora en las largas. Pero no te preocupes, yo difiero de ese slogan municipal que dice: “Sevilla, la Ciudad de las personas”. Aquí, lo que permanece para la eternidad vagando por sus calles, plazuelas, parques y jardines son las almas errantes y los hechos consumados. Obras, no las de las zanjas siempre inacabadas, sino las que nacen del Arte, el Talento y la Solidaridad humana. Eternas lecciones de amores impartidas, soslayando nuestra ancestral envidia, por sevillanos ilustres y, de la que vos Eminencia Reverendísima, formáis ya parte indisoluble.
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