lunes, 1 de noviembre de 2010

Los flores del Camposanto




No se que tienen las flores, llorona,
las flores del Camposanto;
que cuando las mueve el viento, llorona,
parece que están llorando.

Los tiempos cambian las costumbres y el sentido de las cosas de la vida a una velocidad de vértigo. Hace muy pocos años eran contados los casos en los que se incineraba a aquellos/as que se ausentaban para siempre de este Valle de Lágrimas (y de alguna risa que otra). Hoy más que darles cristiana sepultura los sometemos al fuego purificador. Todo estaba ya escrito hace siglos: “polvo somos y en polvo nos convertiremos”. Nada nuevo bajo el sol. Curiosamente es la etnia gitana la que se resiste de manera pertinaz a incinerar a sus muertos. Los entierran sin escatimar gastos en el exorno externo de sus sepulturas, y dotando a estas con un colorido de vida más que con los tristes grises-negros de la muerte. Al entrar en el Cementerio sevillano y avanzando unos metros, comprobaremos a la derecha un monumento funerario en homenaje a una joven gitana fallecida. Bastante significativo de cómo burlar a la muerte con los colores más vivos de la existencia terrenal. Es un componente cultural gitano curiosísimo: no permitir que la muerte –con el olvido del tiempo- le gane la partida a la vida. Cada cultura, o mejor cada civilización, ha abordado el traumático e inevitable tema de la muerte de manera absolutamente diferenciada.


Para aquellos que practicamos la doctrina judeocristiana, la muerte la consideramos como un transito hacia una forma de vida eterna y placentera. Ese encuentro con un “más allá” etéreo y misterioso, capaz de posibilitar el reencuentro con tus seres más queridos y, adquiriendo una forma de sentir ajena al agobio, el dolor y la zozobra. La muerte puede ser en algunos casos liberadora y, en otros, cuando descarga su guadaña implacable sobre vidas jóvenes, generadora de la pena amarga de las perdidas provocadas por la sinrazón de las cosas terrenales. He vivido ya lo bastante para conocer en personas allegadas la dolorosa perdida de una vida en toda su plenitud, y el dolor provocado entre los que se quedan es terrible e inhumano. Difícil, muy difícil, debe ser caminar por la cotidianidad con esta carga de orfandad sobre las espaldas. Decía Camarón en uno de sus majestuosos cantes:


Cuando Dios nos da la vida,
también nos condena a muerte.


Bien cierto es. Sirva pues este breve pero emotivo Toma de Horas para rendir pleitesía a los que nos dejaron huérfanos de su presencia física, pero engarzados con nosotros para siempre a través de una cadena sentimental que nace del afecto y el recuerdo más emotivo. Tarde o temprano todos seremos alguien extraño que sonríe parapetado en alguna foto desteñida por el paso del tiempo. Algo que escribimos eufóricos en su día y que hoy, amarilleado por los años, yace triste e inerte en una manta en el suelo de algún mercadillo.
Las grandes obras de la Humanidad son un culto al amor y la belleza a través de la búsqueda de la supervivencia eterna. Inútil en lo personal pero definitivo, hermoso, legitimo e imperecedero en lo colectivo. Las Pirámides o el Taj Mahal como ejemplos paradigmáticos y maravillosos de perpetuar la existencia a través del amor y la belleza. La estética siempre vencedora frente la ética efímera. Curiosamente el fondo desaparece con el tiempo, mientras que las formas permanecen. Velázquez como persona ha sido diluido por los años, como pintor su legado siempre será eterno e inmortal.

El todavía vigente Día de los Difuntos seguramente tendrá fecha de caducidad en la esfera del círculo de la existencia (nacer y morir como caras de una misma moneda). Con la actual incineración dentro de unos años habrá cementerios sin muertos, o mejor, muertos sin cementerios. Punto y final. Obviemos pues este espinoso tema y celebremos que dentro de pocos días el Aljarafe se llenará de mosto nuevo. Vivamos con los sentidos a flor de piel y amemos cuanto la vida nos ofrece en positivo. Como decían nuestros ancestros: “disfruta de lo bueno que te ofrece el día a día, pues lo malo llega solo y por sorpresa”. Me viene a la memoria para concluir este sentido homenaje a los eternos ausentes lo que escribió Rafael Cansinos Assens:

Y el tiempo,
se meció en muchas cunas nuevas
y se durmió en muchas tumbas.

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