miércoles, 17 de noviembre de 2010

La vida entre Mármoles y Aire


Nunca se valora más la luz del sol
que cuando se nos aparece
después de una fuerte tormenta.

La noche se le hizo eternamente larga y los minutos en el reloj discurrían con una lentitud desesperante. Cuando en la amanecida descorrió los visillos de la cortina de su dormitorio, la calle estaba fantasmalmente oculta por una densa neblina. Su descalzo pie derecho se desplazó fuera de la alfombrilla del suelo y un escalofrío recorrió su espalda. Caminó, ya sin solución de continuidad, hacia la blancura luminosa de su cuarto de baño. Mientras el agua caliente corría por su cabeza buscando la curvatura de sus hombros, sintió una sensación de placer que le hizo cerrar los ojos. Luego se secó de manera parsimoniosa quedando extrañado –una vez más- de los estragos que el tiempo causa sobre los cuerpos juveniles del ayer. Se frotó cabeza y cuerpo con el líquido de menta y limón que salía, mediante golpes suaves, de un frasco de Álvarez Gómez. Se enfundó en un albornoz ayer azul-añil y hoy celestón por los estragos de detergentes y suavizantes. Se peinó con la satisfacción de ver, a pesar del paso de los años, su pelo blanqueado pero decidido a permanecer cosido a su cabeza. Se afeitó con lentitud y se impregnó la cara con un potingue que, según su literatura impresa, calmaba, hidrataba y para colmo retrasaba las arrugas. Luego se vistió con parsimonia mientras escuchaba un arias de Maria Callas. Escogió la ropa cuidadosamente procurando combinar adecuadamente camisa y corbata. Luego y una vez pertrechado de móvil, llaves, tarjetas, gafas de sol, lentes de cerca, pañuelo y un par de paracetamoles por si las moscas, emprendió la hermosa y arriesgada aventura de salir cada día a la calle.

Tenía una cita a la diez de la mañana en la consulta del eminente oncólogo don Gabriel Valero Fernández en la calle General Polavieja. Miró el reloj de su muñeca y pensó que tenía tiempo de sobras para combatir el sueño acumulado con un café cargado. El doctor Valero le iba a confirmar, ya de manera definitiva, si los análisis determinaban que el tumor que le habían detectado en el colon era benigno, o si por el contrario significaba un pasaporte para el más allá.


Llegó a la consulta extrañado de encontrarse bastante tranquilo ante la difícil coyuntura a la que tenía que enfrentarse. Pensó para sus adentros: “joé, no todos los días te dicen si te quedas o te vas”. El reloj de pared del vestíbulo marcaba, exactamente, las nueve y treinta cinco de aquella mañana de un desapacible día de noviembre. Fueron quince, quince interminables minutos los que tardó en abrirse la puerta de la consulta de don Gabriel. Salió para despedir a una señora que, a no dudar, si estaba mala sería por dentro. El querido galeno le hizo una señal para que pasara. Se sentó mientras que don Gabriel permaneciendo de pié sacó un papel de un sobre. El contenido podía representar para él una sentencia de vida o muerte. Lo leyó mientras sus lentes se sostenían a duras penas en la punta de su nariz. Se desabrochó su bata blanca y tomó asiento frente a él. Por el brillo de su mirada supo que había conseguido una nueva tregua terrenal. Efectivamente, le comento que el tumor era benigno y de fácil extirpación.


Sonrieron ambos con la complicidad que da el intercambio de las buenas noticias.
Se guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta y se despidió del galeno con un fuerte apretón de mano. “Rozando el palo” pensó mientras bajaba por la escalera.

Enfiló sus pasos hacia la calle y nunca le pareció tan hermosa la Plaza de San Francisco como aquel día. Era uno de esos momentos donde los pasos saben solos donde dirigirse. Enfiló Álvarez Quintero hasta desembocar en calle Francos. Subió por Pajaritos hasta el cruce de Abades, y de allí tras un breve salto, hasta su ángulo urbano preferido: el que forman Mármoles con Aire. Frío de cementerio la primera y soplo de vida cernudiana la segunda. Ya tenía decidido que, según el resultado de las pruebas, cogería la calle acorde con su destino. Tomó la calle del Aire respirando profundo en la puerta de los baños árabes, y se paró a leer el azulejo con el “Jardín Antiguo” de Luís Cernuda. Dobló a la izquierda por Federico Rubio buscando la pequeña explanada de la placita de Ramón Ybarra. Cuando traspasó la puerta lateral de la iglesia de San Nicolás de Bari ya este Toma de Horas se retiró discretamente. Lo que habló con el Señor de la Salud y la Señora de la Candelaria ya forma parte de su más estricta intimidad. Ellos sabrán que se dijeron. Lo que parece ser es que a Bernardo, el sacristán, al cerrar la Iglesia le pareció notar que la Virgen sonreía y pocas veces encontró más grande la talla del Señor. Dice una limpiadora, que al limpiar la Iglesia, notó debajo del altar del Sagrado Corazón un par de gotas de sangre en el suelo. Victorino encontró, justo en la puerta del pequeño trastero donde custodia los restos de la gloriosa resaca del Martes Santo, un sobre tirado en el suelo. Lo recogió y leyó en su parte posterior: Gabriel Valero Fernández / Médico Oncólogo / Calle General Polavieja, 7-1ªA- 41004 - Sevilla. Viendo vacío su interior lo depositó en el último banco de la derecha. Misterios de una Ciudad donde la fe se engarza con el amor.

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