Era una de esas tardes que cuela su luz de resplandores ocultos por
todos los vericuetos de la casa. Un caleidoscopio de colores que invocan a
soñar despierto. Cantaba en el ordenador Morente
por Tangos aquello…A la hora
de la muerte / que no ponérmela a mi delante / que como la quiero tanto / el corazón a mi se me parte”. A lo lejos percibo el murmullo en la calle de
niños que juegan a ser niños. Escucho el trasiego de mi vecina mientras tiende
en los cordeles del patinillo su quinta lavadora del día. Como pasó siempre “Febrerillo el loco” busca la cordura a
golpes de racionalidad impostada. Mi
padre, a mi derecha, me miraba con una media sonrisa detrás de una foto sepia
enmarcada en tonos ocres de atardeceres aljarafeños. A mi izquierda el Señor de Pasión compartía espacio con
una foto de mi madre sonriente con su nieta, mi hija Alicia. Todas las cosas están en su sitio guardando una perfecta
armonía y eso al final es lo que verdaderamente importa. Por encima de la pantalla del ordenador La
Candelaria me miraba desde un cuadro colgado en la pared
junto a una foto de Manolo Caracol con
Melchor de Marchena en plena actuación. El salón cobraba vida a través de los
objetos inanimados y cada cosa me va diciendo de donde vengo y, posiblemente,
también hacia donde debía ir. Una biografía (magnifica por cierto) de Teresa de Jesús escrita por Cathlenn Medwick esperaba ser devorada
en sus páginas finales reposando en un brazo de mi sillón preferido. Son los
espejos del alma que se reflejan por todas partes y donde uno tiene la
sensación de que Dios suele aparecer
cuando menos lo esperamos. Aparece una amalgama de tenue luz que se desparrama
por toda la casa como dulce preámbulo de que las sombras de las noches se van
acercando poco a poco. Son los claroscuros que marcan nuestra hoja de ruta
existencial. Los espejos del alma que, a
modo de panteísmo, reflejan el tiempo y las horas.
Juan Luis Franco – Miércoles Día 10 de Febrero del 2016
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