“Si comienza uno con certezas,
terminará con dudas;
más si se acepta empezar con dudas,
llegará a terminar con certezas”.
(Sir Francis Bacon)
Cuentan que un día discutían de religión un astronauta y un neurocirujano rusos. El primero era ateo y el segundo creyente. Decía el astronauta: “La verdad es que en mis salidas al espació nunca me tropecé con un ángel”. Le respondió el neurocirujano: “Tampoco yo en cuantos cerebros he operado me encontré nunca con un pensamiento”. Es el eterno dilema que ha acompañado al ser humano a lo largo de su Historia: creer o no creer. La Ciencia ha aportado respuestas y, en no pocos casos soluciones, a los problemas terrenales. A lo que nunca ha podido enfrentarse con total garantía es al complejo mundo de los dilemas. Problema igual a solución; dilema igual a incógnita. Nacer, enfermar o morir tienen una sólida respuesta científica en el como pero nunca en el cuando. ¿Quién elige cuando debemos nacer, enfermar o morir? Un médico nos puede explicar que tipo de enfermedad tenemos y el posible tratamiento –si lo tiene- de la misma. Si le preguntamos porque hemos enfermado nosotros y no otros, nos dirá que eso es un enigma que escapa a la ciencia médica. Grandes científicos, con diplomas de Premios Nóbel enmarcados en sus despachos, reconocen que existe una línea fronteriza donde las cosas son imposibles de racionalizar. Los problemas se sistematizan y son susceptibles de ser analizados y resueltos. Los dilemas existenciales son más complejos de resolver, formando parte de las interrogantes del ser humano ante el dilema de su propia existencia. Nada más noble y liberador que nuestra capacidad de reflexionar y acometer sin complejos nuestras dudas y certezas. Durante la existencia terrenal vamos cubriendo distintas etapas y estamos sometidos al variopinto mundo de los avatares. Lo contradictorio, es que mientras con los años decrecemos en nuestro estado exterior –lo físico-, creceremos de manera paralela en nuestro interior –lo intelectual / espiritual-. Seremos, en definitiva, fruto y resultado de las experiencias acumuladas a lo largo de los años. Terminaremos andando más despacio pero sabiendo de manera fehaciente el suelo que pisamos. Uno de los filósofos que más influyó en mi juventud fue Bertrand Rusell (Premio Nobel de Literatura–1950). Era filosofo, matemático, escritor, pacifista, socialista, agnóstico, antistalinista y, por encima de todo, un insobornable libre-pensador. Guardo como oro en paño una frase que le leí hace muchos años: “En todas las actividades es saludable, de vez en cuando, poner un signo de interrogación sobre aquellas cosas que por mucho tiempo se han dado como seguras”. Ahí va otra: “Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”. El escritor jerezano, José Manuel Caballero Bonald, no se corta un pelo cuando afirma: “El que no tiene dudas, el que está seguro de todo, es lo más parecido a un imbécil”. Todo en definitiva inmerso en nuestra capacidad para someter dudas y certezas al filtro de la razón. Ser creyente no consiste solo en confiar que la vida tenga una frontera que supere a la muerte (una especie de pasaporte para el más allá), también debe –o debía- ser una manera de comportarse acorde con unos postulados doctrinales donde, de manera preferente, la bondad, el amor y la solidaridad den sentido a nuestras vidas.
terminará con dudas;
más si se acepta empezar con dudas,
llegará a terminar con certezas”.
(Sir Francis Bacon)
Cuentan que un día discutían de religión un astronauta y un neurocirujano rusos. El primero era ateo y el segundo creyente. Decía el astronauta: “La verdad es que en mis salidas al espació nunca me tropecé con un ángel”. Le respondió el neurocirujano: “Tampoco yo en cuantos cerebros he operado me encontré nunca con un pensamiento”. Es el eterno dilema que ha acompañado al ser humano a lo largo de su Historia: creer o no creer. La Ciencia ha aportado respuestas y, en no pocos casos soluciones, a los problemas terrenales. A lo que nunca ha podido enfrentarse con total garantía es al complejo mundo de los dilemas. Problema igual a solución; dilema igual a incógnita. Nacer, enfermar o morir tienen una sólida respuesta científica en el como pero nunca en el cuando. ¿Quién elige cuando debemos nacer, enfermar o morir? Un médico nos puede explicar que tipo de enfermedad tenemos y el posible tratamiento –si lo tiene- de la misma. Si le preguntamos porque hemos enfermado nosotros y no otros, nos dirá que eso es un enigma que escapa a la ciencia médica. Grandes científicos, con diplomas de Premios Nóbel enmarcados en sus despachos, reconocen que existe una línea fronteriza donde las cosas son imposibles de racionalizar. Los problemas se sistematizan y son susceptibles de ser analizados y resueltos. Los dilemas existenciales son más complejos de resolver, formando parte de las interrogantes del ser humano ante el dilema de su propia existencia. Nada más noble y liberador que nuestra capacidad de reflexionar y acometer sin complejos nuestras dudas y certezas. Durante la existencia terrenal vamos cubriendo distintas etapas y estamos sometidos al variopinto mundo de los avatares. Lo contradictorio, es que mientras con los años decrecemos en nuestro estado exterior –lo físico-, creceremos de manera paralela en nuestro interior –lo intelectual / espiritual-. Seremos, en definitiva, fruto y resultado de las experiencias acumuladas a lo largo de los años. Terminaremos andando más despacio pero sabiendo de manera fehaciente el suelo que pisamos. Uno de los filósofos que más influyó en mi juventud fue Bertrand Rusell (Premio Nobel de Literatura–1950). Era filosofo, matemático, escritor, pacifista, socialista, agnóstico, antistalinista y, por encima de todo, un insobornable libre-pensador. Guardo como oro en paño una frase que le leí hace muchos años: “En todas las actividades es saludable, de vez en cuando, poner un signo de interrogación sobre aquellas cosas que por mucho tiempo se han dado como seguras”. Ahí va otra: “Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”. El escritor jerezano, José Manuel Caballero Bonald, no se corta un pelo cuando afirma: “El que no tiene dudas, el que está seguro de todo, es lo más parecido a un imbécil”. Todo en definitiva inmerso en nuestra capacidad para someter dudas y certezas al filtro de la razón. Ser creyente no consiste solo en confiar que la vida tenga una frontera que supere a la muerte (una especie de pasaporte para el más allá), también debe –o debía- ser una manera de comportarse acorde con unos postulados doctrinales donde, de manera preferente, la bondad, el amor y la solidaridad den sentido a nuestras vidas.
Lo dejó dicho el genial Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros”. Uno sabe lo que ha sido y lo que es, pero ¿quién sabe que seremos mañana? Lo dicho: dudamos luego pensamos (existimos).
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