“No te compro más camisas
porque yo no visto altares
pa que otras escuchen misa”.
Era una mujer en la esplendida plenitud de una madurez que convierte a las mujeres en sublimes y a los hombres en románticos prisioneros de la melancolía. Tenía los ojos verdes esmeralda y procedía de esa tierra de la Ribera del Guadalquivir donde las mujeres nacen para modelos y los hombres para futbolistas. Anhelaba desde siempre un sueño revestido de ruán y fe: acompañar al Señor en su mágico deambular por las calles de Sevilla en la Madrugá eterna de la Ciudad. Lo había sido todo en los vericuetos sentimentales de la Hermandad junto a Aquel que todo lo puede. Participe de mesas petitorias y de Cuaresmas eternas donde solo el Señor consigue que los corazones se templen en su convulso palpitar. Cuando supo que un Cabildo había aprobado la salida de mujeres nazarenas comprendió que su hora había llegado al fin. Sería una más en un solemne cortejo donde se aúnan la fe y la tradición. Ese año para ella los “preámbulos del gozo” fueron preámbulos de probaturas y nervioseras bajo la atenta mira de su perra que, parecía presagiar, que algo grande estaba en puertas. Su marido, un filósofo sevillano que ha sabido aunar a Alcalá de los Panaderos con Nueva Orleáns y, a Antonio Mairena con Mile Davis y, que moja sus puros en la templanza de los sevillanos eternos, necesitó armarse de paciencia ante un torbellino de emociones que propiciaba el anhelo de los momentos sublimes. Todo estaba dispuesto pero nadie contaba con que ese soñado día Dios iba a llorar copiosamente sobre la Ciudad. Era mucho lo acontecido en este planeta llamado Tierra para que el Sumo Hacedor no nos mostrara su pena amarga. Pero ella no se amilanó. Se vistió y enfiló la calle bajo el manto de unos nubarrones tan negros como las almas de los poderosos. Fueron un trío de “ruaneros” los que enfilaron las calles bajo una manta de agua, buscando el cobijo de Aquel que se configura como el pañuelo espiritual de las penas sevillanas. Tres, eran tres nazarenos de ruán en busca del paraíso soñado. Ella, más una hermosa muchacha también participe en la emoción de la primera vez y un patriarca que les servía de guía y compaña. Arribaron al puerto de la fe y la esperanza mojados hasta los huesos, pero con la satisfacción de los que consiguen ganar la orilla después de un naufragio. No traspasó el Señor esa noche el dintel de su puerta. Él, que representa el temple y el sosiego, no puede mostrarse desnudo ante la tempestad y la tormenta. Encontrarlo siempre resultó de las tareas más fáciles con las que se enfrentó un sevillano. Está siempre donde tiene que estar y nosotros estamos donde Él quiere que estemos. Ella pensó con resignación que habría que aplazar esta primera vez para el año que viene. La espera será larga, pero la primera experiencia no será baldía. Volverá a vivir una Cuaresma soñando el momento de pisar, portando un cirio, las calles de la Ciudad. La vida siempre gira y gira para situarnos -al final- allí donde habita el epicentro de nuestras emociones más nobles. Volverán las probaturas no exentas de nervioseras. Siempre bajo la atenta mirada de su perra y, el veredicto bondadoso del filosofo con el que comparte vida y hacienda. Todo al final se reduce a lo que nos dice la copla: “Porque en amores las caricias soñadas son las mejores”. Tiempo de espera o lo que es lo mismo: Tiempo de Esperanza.
porque yo no visto altares
pa que otras escuchen misa”.
Era una mujer en la esplendida plenitud de una madurez que convierte a las mujeres en sublimes y a los hombres en románticos prisioneros de la melancolía. Tenía los ojos verdes esmeralda y procedía de esa tierra de la Ribera del Guadalquivir donde las mujeres nacen para modelos y los hombres para futbolistas. Anhelaba desde siempre un sueño revestido de ruán y fe: acompañar al Señor en su mágico deambular por las calles de Sevilla en la Madrugá eterna de la Ciudad. Lo había sido todo en los vericuetos sentimentales de la Hermandad junto a Aquel que todo lo puede. Participe de mesas petitorias y de Cuaresmas eternas donde solo el Señor consigue que los corazones se templen en su convulso palpitar. Cuando supo que un Cabildo había aprobado la salida de mujeres nazarenas comprendió que su hora había llegado al fin. Sería una más en un solemne cortejo donde se aúnan la fe y la tradición. Ese año para ella los “preámbulos del gozo” fueron preámbulos de probaturas y nervioseras bajo la atenta mira de su perra que, parecía presagiar, que algo grande estaba en puertas. Su marido, un filósofo sevillano que ha sabido aunar a Alcalá de los Panaderos con Nueva Orleáns y, a Antonio Mairena con Mile Davis y, que moja sus puros en la templanza de los sevillanos eternos, necesitó armarse de paciencia ante un torbellino de emociones que propiciaba el anhelo de los momentos sublimes. Todo estaba dispuesto pero nadie contaba con que ese soñado día Dios iba a llorar copiosamente sobre la Ciudad. Era mucho lo acontecido en este planeta llamado Tierra para que el Sumo Hacedor no nos mostrara su pena amarga. Pero ella no se amilanó. Se vistió y enfiló la calle bajo el manto de unos nubarrones tan negros como las almas de los poderosos. Fueron un trío de “ruaneros” los que enfilaron las calles bajo una manta de agua, buscando el cobijo de Aquel que se configura como el pañuelo espiritual de las penas sevillanas. Tres, eran tres nazarenos de ruán en busca del paraíso soñado. Ella, más una hermosa muchacha también participe en la emoción de la primera vez y un patriarca que les servía de guía y compaña. Arribaron al puerto de la fe y la esperanza mojados hasta los huesos, pero con la satisfacción de los que consiguen ganar la orilla después de un naufragio. No traspasó el Señor esa noche el dintel de su puerta. Él, que representa el temple y el sosiego, no puede mostrarse desnudo ante la tempestad y la tormenta. Encontrarlo siempre resultó de las tareas más fáciles con las que se enfrentó un sevillano. Está siempre donde tiene que estar y nosotros estamos donde Él quiere que estemos. Ella pensó con resignación que habría que aplazar esta primera vez para el año que viene. La espera será larga, pero la primera experiencia no será baldía. Volverá a vivir una Cuaresma soñando el momento de pisar, portando un cirio, las calles de la Ciudad. La vida siempre gira y gira para situarnos -al final- allí donde habita el epicentro de nuestras emociones más nobles. Volverán las probaturas no exentas de nervioseras. Siempre bajo la atenta mirada de su perra y, el veredicto bondadoso del filosofo con el que comparte vida y hacienda. Todo al final se reduce a lo que nos dice la copla: “Porque en amores las caricias soñadas son las mejores”. Tiempo de espera o lo que es lo mismo: Tiempo de Esperanza.
Nota gozosa adicional: Hoy día 13 de Mayo cumple 32 años mi hija Alicia. Ya forma parte del clan de las madres gozosas y responsables de serlo. Su sentido de la sevillanía, plasmada en una túnica blanca de la Candelaria, es señal inequívoca de que mi estela permanecerá latente cuando uno solo sea dulces retazos de la memoria sentimental. Felicidades a esta Licenciada en Derecho y en la Verdad de las cosas y, sobre todo, felicidades a mí por el placer de ser su padre.
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