Bailaba Eduardo Serrano “El Güito”
por Soleá y el tiempo se detuvo. Fue
un momento emocionante donde no importaba de donde veníamos, donde estábamos ni
hacia donde pensábamos ir después. La magia del momento se impuso sobre todas
las cosas y éramos plenamente conscientes de estar siendo atrapados por el Arte Jondo. Un cantaor puede hacer un
mismo cante con las mismas letras cientos de veces y nunca lo hará igual. Su
momento anímico o el conjuro de los aficionados que van a escucharlo lo harán
siempre diferente. El Flamenco tiene un marcado equilibrio emocional
extremadamente sensible. Se nutre fundamentalmente del campo de las
percepciones. Resulta fundamental, a que negarlo, una buena preparación técnica
y un dominio de los escenarios para que se refleje la buena condición de sus
artistas. Pero, en definitiva, todo
queda al final reducido al momento donde quedan atrapados por los duendes
artistas y aficionados. Racionalizar los sentimientos en cualquier orden de la
vida y sus cosas es una tarea tan estéril como baladí. Buscamos en el Flamenco
una cierta redención de andaluces ebrios de soles y lunas. Ser flamenco no consiste en ir borracho dando
olés por las esquinas con una camisa de lunares y una copa de manzanilla en la
mano. Ser flamenco es asumir la grandeza
de este Arte universal encuadrado ya de manera permanente dentro de la mejor
música de raíz. Hay que estudiarlo a fondo, macerarlo, respetarlo, escuchar con
detenimiento a sus mejores intérpretes pero, sobre todo, hay que sentirlo con
la pasión que desprende la nobleza del alma. Emocionarse en definitiva ante un
discurso heredado de nuestros mayores y enredado en las penurias y grandezas de
la Vieja Andalucía.
Ser flamenco es ser distinto pero nunca distante. Bailaba Eduardo Serrano “El Güito” por Soleá
y el tiempo se detuvo. Las percepciones sensoriales marcando el ritmo de las
cosas.
Juan Luis Franco – Viernes Día 5 de Junio del 2015
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