El hambrón insaciable
Dicen que cuando nació pesaba exactamente lo que debe pesar un buen
jamón de Jabugo: cuatro kilos cien gramos. Se agarraba con tal fruición a la teta
de su madre que esta solo conseguía a duras penas desembarazarse del insaciable
succionador. Tuvo que recurrir a los amigables y solidarios servicios de una
vecina (recién parida también) para
poder saciar la pertinaz hambre de un comilón al que pusieron de nombre Feliciano.
Pasó por la niñez entre bocadillos de salchichón y mortadela, tajadas de melón
y sandía, dulces de todo tipo y cuchareos compulsivos de comidas variopintas y,
dicho sea de paso, excelentemente cocinadas por su santa madre. Lo que llamaba
poderosamente la atención de la gente era que el niño Feliciano a pesar de su
insaciable apetito crecía y se mantenía tan delgado y fibroso como un leopardo
africano. Su padre tenía que trabajar bastante duro para mantener a sus cuatro
hijos y, por si esto fuera poco, uno de ellos un incombustible comilón llamado
Feliciano. Su madre pasaba tanto tiempo en la cocina que hasta en ocasiones se
quedaba dormida cocinando. Feliciano en su adolescencia tuvo una duda
existencial de cara a su futuro profesional. Entrar en la Guardia Civil y aplicarse el
“Todo por la Patria”
o mejor hacerlo en la Escuela
de Hostelería sevillana y acudir al “Todo por las Pasta (y los fideos gordos)”.
Feliciano se dejó guiar por sus primitivos instintos y empezó a formarse entre
fogones, cocimientos y salsas de diversas texturas. Tenía claro desde niño que
su vida y la comida siempre caminarían inseparablemente cogidas de la mano. Era incapaz de no probar todo cuanto cocinaba
y no tardó en destacar en sus habilidades culinarias ante el resto de sus
compañeros. Fue el número uno de su promoción y, a pesar de su juventud, no
fueron pocos los restaurantes que querían contratarlo. Al final, y a modo de paréntesis
hasta poder establecerse por su cuenta, se decidió por gestionar la cocina de
un afamado hotel del Aljarafe sevillano.
El eterno dilema de si vivir para comer o comer para vivir lo resolvió
Feliciano desde su más tierna infancia: la comida por encima (y por debajo) de
todo. Hizo la mili en el Cuerpo de Regulares de Melilla y, como era previsible, llevó la gestión de la cocina del
cuartel con la plena satisfacción del mando y la tropa (hubo algún que otro
soldado que pidió si le podían aplazar el licenciarse algunos meses más). A su vuelta de tierras melillenses consiguió
dos cosas para él fundamentales: montar su propio negocio (un mesón) y
“echarse” por novia a Maribel una de las mejores amigas de su hermana.
A partir de entonces ya su vida estuvo íntimamente ligada a la cocina.
Por su mesón pasaban todo tipo de gente y lo mismo daba de comer a los
comensales de una boda que a tres políticos y dos empresarios para que hicieran
sus “negocios” (sucios para los demás y rentables para ellos). Él, mientras
tanto, llenaba su casa de vástagos y su tripa de los alimentos más diversos. Eso
si, de manera sorprendente mantenía la misma talla de camisa y pantalón desde
hacia no menos de veinte años. Llegó incluso a figurar en el “Libro Guinness de
los récords”. El motivo era haber conseguido comerse dos docenas y media de
croquetas caseras (residuo glorioso de un no menos glorioso puchero) durante la
retrasmisión televisiva de un Sevilla- Atlético de Madrid.
Un día, en un arrebato de sinceridad, se planteó abiertamente en una
entrevista televisiva de que más que preocuparle el “más allá” le preocupaba la
incertidumbre de que “allí” no hubiera comida. Decía que una gloria sin
alimentos aparte de aburrida sería una gloria descafeinada. Le tranquilizaba,
eso si, que en no pocas obras de arte de la cristiandad aparecían los angelitos
rollizos y bien alimentados. “Nadie puede estar así pasando hambre” se decía
para sus adentros. Con los años ha conseguido prosperar entre sus fogones y hoy
es un cocinero de reconocido prestigio y un empresario hostelero de bastante
éxito. Nunca, absolutamente nunca, dejó de admitir que su verdadera pasión no
es la de cocinar sino la de comer lo que otros cocinan. Figura en la “Guía
Michelín” como uno de los grandes “profetas” de la comida casera española donde
el nitrógeno ni está ni se le espera. Hombre sensible, comilón y solidario
donde los haya ahora anda embarcado en una odisea que le despierta grandes
ilusiones. Quiere instituir dentro del gremio de cocineros españoles –desde el
más famoso al más humilde- una especie de ONG llamada “Comida para todos”. Un
día al mes se cerrarían todos los establecimientos y los cocineros emplearían
su tiempo en cocinar sus viandas para
dárselas a los más desfavorecidos por la fortuna y victimas de las “políticas
sociales” de no pocos políticos. Se instalarían unas largas mesas en los
polideportivos de cada pueblo o ciudad y unas furgonetas contratadas al efecto
llevarían hasta allí las comidas recién hechas. Cada plato llevaría una escueta
nota con los ingredientes utilizados y el autor (cocinero) del mismo.
Feliciano es feliz comiendo y le gustaría que los demás también lo
fueran degustando las comidas que prepara. Lejos quedan ya los días de su
primera infancia donde compartía la teta de su madre con la de la vecina. Para
Feliciano la vida ha sido una larga
sucesión de acontecimientos ocurridos entre albóndigas con tomate y pavías de
bacalao. Nunca, a pesar de su fama y fortuna, cambió el mandil por la corbata
ni la cocina por el despacho. Necesita oler de primera mano el mágico efluvio
de los guisos recién hechos y el ruido de la comida cuando cuidadosamente se
deposita en el plato. Acaba de estrenarse como abuelo y es feliz por partida
doble al enterarse que su nieto se queda dormido con la teta de la madre en la
boca. Dice que cuando se muera, y después del funeral, le gustaría que todos se
fueran a comer a uno de sus restaurantes. Que dejen una silla vacía con los
cubiertos, las copas, el plato y la servilleta en perfecto estado de revista.
Apoyado sobre la copa del vino una nota color salmón que dijera: “Buen provecho
a todos y, si Dios me lo permite, espero seguir cocinando y comiendo allá donde
me encuentre”. Un hambrón insaciable lleno de luz y de vitaminas. Un mago de
los fogones siempre presto a coger la cuchara y el tenedor. Un verso suelto entre los pucheros de Santa
Teresa.
Juan Luis Franco – Lunes Día 29 de Junio del 2015
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