“Nada es lo que parece;
nadie es quien dice ser
y nada es para siempre”
Rezaron por la paz eterna de los
muertos y por el necesario sosiego de los vivos. Refrescaron al amanecer a las
dormidas amapolas con las gotas del rocío mañanero. Pescaron, en las noches de
verano, las estrellas de los cielos con
sus cañas de bambú. Abrieron de par de par las ventanas y balcones para que les
entrara la luz de la amanecida. Saciaron su hambre de siglos con el pan ganado
con el sudor de sus frentes y a golpes
de injusticias. Se bebieron el vino de las tabernas y el agua fresca de los
manantiales. Sacaron las guitarras de las fundas para que acompañara en la
eterna madrugada el llanto lastimero de la Siguiriya. Se agarraron de las
manos y a la de tres se tiraron al agua de las albercas. Pusieron todos los
relojes en hora y se ataron nerviosos los cordones de los zapatos. Le
preguntaron al día por la noche y a la noche por el día. Encontraron los tres
pies del gato entre los canalillos de las azoteas. Gastaron la misma piedra de
tantas veces como tropezaron con ella. Los agnósticos se encomendaron a Dios y
los creyentes dudaron de su existencia. Las muchachas querían sus faldas cuatro
dedos por encima de las rodillas y las madres tres dedos por debajo. Tocaron a
difuntos las campanas de la
Torre de la
Vela mientras racheaban las alpargatas de los costaleros.
Cantaron al amor de los amores y se despertaron llorando. Se fueron por donde
habían venido y siempre, eternamente siempre, con la promesa de volver.
Trampantojos del alma atados a los momentos vividos. La vida entre los sueños y
las realidades. Nada, nadie y nada. La muerte siempre, absolutamente siempre,
tiene un precio.
Juan Luis Franco – Lunes Día 1 de Noviembre del 2015
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