Recuerdo que la primera vez que escuche “La casa del sol naciente” por “The Animals”
debía rondar los veinte años de edad. El
disco me lo prestó un amigo de la sevillana calle Abades al que su trabajo en la Telefónica
lo llevó muy joven destinado a tierras catalanas. Como con tantos le perdí la
pista con el paso de los años y sus circunstancias colaterales. Es de las canciones que me han dejado una
huella más profunda y me retrotrae a una época bucólica en el fondo pero
tremendamente ilusionante en las formas.
Entonces disponía como único artilugio para escuchar música un pequeño
tocadiscos de la marca “Philips” que
funcionaba a pilas. Ya en la audición del quinto o sexto disco había que
cambiárselas pues empezaba a perder velocidad en sus revoluciones. Mi padre, una persona cuyas aficiones
musicales nacían y morían con el cante Flamenco, no lograba entender que a un
hijo suyo le pudiese gustar aquella música que, aparte de no entender sus
letras, sonaba (en sus palabras textuales) como unas pelea de perros. Sinceramente
no resultaba fácil armonizar en aquella etapa de mi vida mis distintos gustos
musicales. Pasarse por la tienda de
discos que había en la Plaza de la Magdalena (“La esquina del Hotel Madrid”)
y comprar un disco de “The Animals” y
otro de “Canalejas de Puerto Real”
dejaba algo descolocado a los dependientes. Siempre entendí desde muy joven que
las aficiones y los gustos no tienen que ser homogéneos ni caminar en una sola
dirección. Ahora, con este mágico
invento al que llaman Internet, suelo
escuchar con frecuencia “La casa del sol
naciente” y me sigue produciendo el mismo efecto que entonces. Cuando las
canciones se introducen con firmeza en tu espacio sentimental nada ni nadie puede
condenarlas al olvido y el ostracismo. Forman un parte activa de nuestro
equipaje existencial y allí estarán hasta que el de arriba tire de la cuerda.
Prisas por mi parte ninguna.
Juan Luis Franco – Viernes Día 5 de Mayo del 2017
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