Desde el salón escuchaba en la contigua terraza el vals de “La Bella Durmiente” de
Tchaikovsky. Pensó que no era mala cosa que Fermín, su vecino de al lado,
cubriera su soledad de viudedad recién estrenada escuchando Música Clásica.
Leía en sus últimas páginas “La ciudad de los Prodigios” de Eduardo Mendoza.
Desde lo lejos la tarde se iba muriendo poco a poco en los brazos de la cornisa
del Aljarafe. Cerró el libro y los ojos y escuchó placidamente las notas de la
música que provenía de la cercana terraza. Ahora sonaba el inmortal Bach sin
saber descifrar de qué sinfonía se trataba. Sus conocimientos de Música Clásica
no daban para tanto. La calle, milagrosamente, estaba casi en silencio. Tenía
asumido que vivía en una sociedad donde la gente o bien hablaba a voces o lo
hacía sola con los artilugios mecánicos. Sin saberlo, su vecino estaba en ese
momento compartiendo con él un momento de gozo espiritual. El cielo tenía un
color azul-mayo lleno de matices sin que ni una sola nube alterara su tonalidad
celeste de reflejos primaverales. Un difuso y leve rayo de sol se posaba
sutilmente en un cuadro del salón donde se representaba al “Señor de Pasión”.
Era una de esas tardes que se deberían inmortalizar y dejarla depositada para
siempre dentro de los recovecos del alma. Todo parecía predispuesto para el
gozo de los sentidos y donde lo dúctil alcanzaba cotas supremas. Nada, de
momento, enturbiaba una paz que tendría fecha de caducidad en unos minutos. En
este país hay que morirse para que te concedan un minuto de silencio. Era una mágica
tarde de mayo donde por unos momentos tomaron amorosamente la casa las notas y
los colores. Dios puede que desgraciadamente aparezca poco pero cuando lo hace
conviene estar prevenido para poder disfrutarlo. Los gozos y las luces.
Juan Luis Franco – Domingo Día 10 de Mayo del 2015
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