Las fechas sentimentales son las que de verdad se te clavan en las
paredes del alma y te acompañarán mientras vivas y recuerdes los momentos
gozados y/o padecidos. Vivir “con” los recuerdos se me antoja fundamental: vivir
“de” los recuerdos puede ser una puerta abierta permanentemente a la
melancolía. Mayo vino un día a mi ventana para quedarse para siempre. Un día
trece de hace ya algunos años me nació mi hija Alicia y ya mi vida cambió como
de la noche a la mañana. Un día ocho, tal como hoy, vino al mundo hace tres
años un ángel rubio al que sus padres le pusieron Lola. Mi “Chiqui” representa
para mí en estos años del epílogo de mi existencia el bálsamo que todo lo
purifica y todo lo puede. Una brisa marina que termina por llenar de aroma la
playa donde reposan los sueños e ilusiones del niño que nunca dejé de ser. Los
nietos, a diferencia de los hijos, no nacen con un pan bajo el brazo: nacen con
el horno en plena ebullición. Vienen para recordarnos que la vida es una
historia interminable donde el último capítulo siempre estará por escribirse.
Teorizamos y nos ponemos con demasiada frecuencia trascendentes cuando la vida
es –o debería ser- una cadena engarzada en los eslabones de los sentimientos.
Parece que fue ayer (en realidad ya es ayer) cuando disfrutábamos de nuestra
condición de nietos; hoy tomamos el relevo y lo hacemos como complacientes
abuelos desde la atalaya de los ya muchos años cumplidos. De generación en
generación vamos cambiando mientras gastamos las hojas de los almanaques. Tropezamos,
nos levantamos y posiblemente volvamos a tropezar. Tan solo Dios tiene la clave
de cuando será la caída definitiva. Llega
Mayo (así con mayúscula) y mi alma se alegra y canta como los pájaros en
primavera. Mayo vino un día a mi ventana
y lo hizo para quedarse para siempre. Dos fechas tiene, el ocho y el trece, que
se me instalaron allí donde la nobleza se hace sentimientos.
Juan Luis Franco – Viernes Día 8 de Mayo del 2015
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