El próximo día 7 de agosto se cumplirá el cincuenta aniversario del fallecimiento del cantaor sevillano y macareno Manuel Vallejo. Nació este autentico genio del Cante Flamenco un 15 de octubre de 1891 en la calle Padilla (una calleja de la calle San Luís antes de desembocar en la Plazoleta de San Marcos). Su padre tenía un puesto de pescado (parece ser que eran dos, no está demostrado que tuviera otro en el Mercado de la Encarnación) en la Plaza de Abastos de la calle Ancha la Feria. En su familia no existía ningún antecedente de flamencos de cualquier índole o condición. No era la rama de ningún frondoso árbol flamenco, y tuvo que inventárselo desde la raíz, pero amigos míos: ¡que jardín más florido se creo para él solo! No me gusta entrar en consideraciones maximalistas sobre quien ha sido el mejor cantaor de todos los tiempos, pero lo que resulta innegable es que este cantaor tan ninguneado por algunos (que hoy previo cobro dan conferencias para hablarnos de sus excelencias cantaoras), como exquisito y admirado por la infantería del flamenco y el pueblo sevillano en general, ocupa un primerísimo lugar en la cima del Arte Jondo. Cada vez que lo vuelvo a escuchar –que por cierto cada día es con más frecuencia- descubro nuevos valores en sus excelencias cantaoras. Su afinación, su temple y su sentido del compás son verdaderamente sobrecogedores y te ponen el alma a los pies de los caballos del gozo y la pena. Esto lo afirma de manera rotunda y sin dobleces alguien, que como un servidor, se declara un caracolero converso y confeso. Al Cesar lo que es del Cesar y a don Manuel –Vallejo- lo que es de don Manuel.
Manuel Jiménez y Martínez de Pinillo, Manuel Vallejo para lo más granado del Cante, fue una persona singular con una vida al margen del flamenco bastante opaca. Vivía solo y exclusivamente para su Arte, al que supo impregnar de toda la seriedad, cultura y rigurosidad que este movimiento artístico demandaba. Cuando no actuaba se solía sentar bien en “Las Maravillas” en la Alameda o en la puerta del bar del Pinto en La Campana (donde hoy existe una administración de lotería que regenta el nieto de La Niña de los Peines) y allí se llevaba toda la mañana sentado con un solitario café. Siempre con su indumentaria negra (en invierno y en verano) y con unos sombreros o gorras que camuflaba sobre los mismos su patizamba y recortada figura. Para entendernos Vallejo era la antitesis de lo que representaba en la calle el Niño de Marchena. Pero: ¡que manera de cantar en teatros, plazas de toros o en juergas!
Tanto mi padre, con el que se emborrachó muchas veces, como mi compadre del alma Manuel Centeno Fernández (su gran biógrafo y quien mayor información nos ha aportado sobre la vida y obra de Vallejo) que figuraba entre sus grandes amigos, me dieron fe y testimonio de que el cantaor era una persona rara, con una mentalidad infantil, amigo de sus amigos y con unas excelentes cualidades humanas. Sus “espantás” en algunas juergas flamencas eran de sobras conocidas en la Sevilla flamenca de la época. No me resisto a contaros una que me contó mi padre. Fue la siguiente: estaba cantando “pa comérselo” en una reunión de amigos. De pronto se corta a la mitad del cante y se excusa para ir al servicio. Ya no volvió. Cuando a los pocos días mi padre se lo encuentra y le pregunta: ¿Qué te pasó el otro día Manué? ¿Qué que me pasó?, le contesta; ¿Qué había un “gachó” abriendo la boca (bostezando)?; “y yo no canto pa gente aburría, el que tenga sueño que se acueste”. Ahí queda eso como muestra del carácter de Manuel Vallejo.
Estoy convencido de que ningún artista flamenco ha sido tan injustamente tratado “oficialmente” como este genio cantaor de la calle Padilla. Don Manuel Centeno Fernández dedicó muchos años a reivindicar su figura y su obra. Organizó los actos del Centenario de su nacimiento (1891-1991) en la Peña Torres Macarena, significando a la postre un cúmulo glorioso de conferencias y actuaciones que no han sido igualados hasta la fecha. Se movió lo indecible–empleando generosamente su tiempo y su dinero- para que la Ciudad que vio nacer y morir a Vallejo lo reconociera en toda la magnificencia de su obra. Consiguió que le rotularan una calle (sin riesgo de que se la quiten pues Vallejo llegó a grabar fandangos republicanos) y un azulejo en la calle San Luís. Los tramites para su monumento en la Alameda han sido “archivados” por nuestras autoridades municipales, no sin antes torearnos de capa y muleta a todos los que formábamos la Comisión creada al respecto. ¿Tengo razón Aurelia (Avelar) o Jesús (Gavira)?
Hace unos años participé en un proyecto seudo-biográfico del que no me siento especialmente satisfecho. Me enseñó la “madre-experiencia” que más vale acertar o equivocarse solo que acompañado. Pero como todo es manifiestamente mejorable creo que la definitiva biografía de Vallejo está todavía por realizarse. Eso si: habrá que centrarla fundamentalmente en los aspectos cantaores, pues los estrictamente personales en la vida de este genio del Cante son anodinos, insustanciales y carentes de cualquier interés a titulo personal. Vallejo nunca se casó, ni tuvo hijos, ni amores de relumbrón, ni hizo cine, ni tampoco propició escándalos que históricamente tuvieran algún interés. Vivió solo para su cante, su familia y sus amigos (que en contra de lo que se ha escrito eran muchos).
No tenemos que “inventarnos” una biografía personal de Vallejo utilizando cuatro o cinco anécdotas súper conocidas (la del corcho quemado ya ni les cuento). No podemos -ni debemos- confundir la historia con la leyenda, para eso afortunadamente ya tenemos a la literatura.
Enhorabuena a la Federación de Peñas y a la Diputación por los actos programados para conmemorar el cincuenta aniversario de la muerte de Vallejo. Buena cosa es que su figura y su obra se expandan como la espuma del mar de su querida Sanlúcar. Lo que nunca nadie podrá arrebatarnos será su majestuoso cante y su noble ejercicio vivencial de sevillanía militante. Cada vez que uno de nosotros –sus muchísimos seguidores- nos emocionemos escuchándolo cantar por Granaina conseguiremos que vuelva a renacer. Esa es la verdadera inmortalidad, lo demás es “ojana” en estado puro.
¡Gloria eterna al genio cantaor de la calle Padilla!