Adelaida Cifuentes de las Heras fue primero una niña monísima, después
una muchacha monísima y ahora era una cincuentona monísima. En un cofrecito con
espejo, música y bailarina que le regaló su abuela Remedios guardaba, como oro
en paño, tres rubios tirabuzones fieles testigos del hermoso pelo de su niñez.
Como descendiente de una familia aristocrática del Puerto de Santa María su
infancia y juventud transcurrieron entre colegios de monjas, clases de música, idiomas,
equitación y veraneos en la cercana y selecta playa de Valdelagrana. Fue una niña modélica y mimada que nunca
defraudó a sus padres en las grandes expectativas que se habían creado para
ella. Su padre, don José María, repartía su vida entre el control y la gestión
de sus bodegas y las noches flamencas de parranda en el cercano Jerez de la Frontera. Asumía
sus contradicciones monetarias como mejor podía: roñoso y rácano a más poder
con los emolumentos de sus empleados y largamente rumboso con las aves
nocturnas que volaban por la noche jerezana. De día cuidaba el vino y por la
noche se lo bebía casi todo. Su madre, doña Serafina, era una mujer pulcra,
recta, clasista y temerosa de un Dios fabricado a la medida de los ricos y al
que visitaba a diario. Tuvo siete hijos con el cascivano de su marido siendo
Adelaida la menor de toda la prole. En sus primeros años de casada era bastante
complicado no ver por las iglesias del Puerto a doña Serafina con el “bombo a
cuesta”. Cuando Adelaida cumplió la mayoría de edad la mandaron a Cádiz a
completar sus estudios de Música en el Conservatorio de la Tacita de Plata. Allí vivió los cinco mejores años de su vida
en casa de su Tía Rosario. Esta, casada con un marino mercante que estaba
siempre en alta mar, era una mujer de ideas liberales y poco o nada participe
del clasismo reaccionario de su hermana Serafina. No tenía hijos y sentía un
especial cariño por su sobrina. La vida de Adelaida cambió drásticamente un
diez de agosto de 1984. Se encontraba
aquel día junto con su tía y unas amigas de esta en la Playa de la Victoria cuando lo vio
por primera vez. Era un muchacho alto, delgado, moreno y con la tez tostada por
el sol. Vestía pantalón y camisa blanca y calzaba unas zapatillas rojas. Se
resguardaba del sol del mediodía con un sombrero panameño y unas gafas de sol
de carey. Supo de antemano que esa
imagen le acompañaría el resto de su vida. Se acercó al grupo y les preguntó si
podían indicarle donde se encontraba el Consulado de Francia en Cádiz. Había llegado
esa mañana en un barco procedente de La Habana y tenía que cumplimentar unos formularios.
El grupo no se ponía de acuerdo de cómo indicarle hacia donde tenía que dirigir
sus pasos. Fue Rosario, la tía de Adelaida, la que sin querer puso en marcha el
romance. Le dijo a su sobrina: “Anda ponte el pantalón y la camiseta y lo
acompañas y de paso te alejas un rato de este grupo de viejas chismosas”.
Adelaida, aparte de ruborizarse, pensó que no era mala idea acompañar al
apuesto joven francés hasta el Consulado. Este se encontraba en la mediación de
la Avenida José
León de Carranza. Caminaban nerviosos mirándose de reojo y felices sintiendo en
la cara el viento de levante y el roce al andar de sus juveniles cuerpos. Eran,
un francés de treinta años de edad llamado Yves (su padre le puso el nombre en
homenaje al admirado Yves Montand) oriundo de Burdeos y agregado cultural en la Embajada francesa de La Habana y una muchacha de
veintidós años, futura profesora de Música y benjamina de una familia
aristocrática del Puerto de Santa María. Caminaban con el presentimiento de que
algo bello les ocurriría.
Aquel inolvidable verano el amor se les mostró en un corto pero intenso
romance bañado por la luminosidad de las playas gaditanas. Quedaron atrapados
por la magia de las noches estrelladas de la Bahía en brazos de Cupido. Fue, a que negarlo, el
mes más intenso, feliz y placentero de toda la vida de Adelaida.
Las calles de Cádiz fueron el gozoso escenario donde Yves y Adelaida
pasearon su incipiente y rotundo amor. Las calidas arenas de la playa en noches
de luna llena fueron testigos de cómo al mismo tiempo Adelaida perdía la
virginidad y ganaba la gloria en la tierra. Aquella mágica noche rozó el cielo
con la yema de los dedos. Un triste día, llamado siete de septiembre de 1984, Adelaida
despidió a su amante francés en el puerto de Cádiz con destino a su cargo
diplomático en La Habana. Se
prometieron amor eterno y hasta las grúas del puerto abrieron sus garfios de
hierro para que el sol y las gaviotas fueran testigos de su despedida. Fue la
última vez que se vieron. Cartas iban y venían desde La Habana hasta el Puerto ante
la desaprobación de la familia de Adelaida con una relación que terminaría al
final trastocando todos los –suyos- planes. Él quería que ella se fuera hasta Cuba y vivir
juntos su particular paraíso caribeño. Ella le decía que sus padres se negaban
en redondo a cualquier salida de la senda que le tenían programada desde niña.
Dicen, y dicen bien, que la distancia es el olvido y las cosas se fueron
enfriando como se enfría el café de un anciano (primero se quema los labios y
luego ya está irremediablemente frío). Adelaida
se hizo mujer con un sobresaliente en su carrera de Profesora de Música y un
suspenso en amores de los que anidan en las entrañas. Nunca quiso tener más
pareja que aquella que guardaba en su corazón con olores a playas gaditanas,
río Sena y sabor a Buena Vista Club Social. Se casó y descasó una sola vez con
un alto funcionario de la
Hacienda española que entendía que el amor era solo cosa de
cursis. Un pragmático que si miraba a la luna era para preguntarse si la misma
estaría al corriente de sus impuestos. No tuvieron hijos y Adelaida se dijo:
“Una y no más Santo Tomás”. Ahora, a sus
cincuenta y dos años de edad, Adelaida da clases de solfeo en el Conservatorio
de Sevilla sito en la calle Jesús del Gran Poder. Un martes del pasado marzo y
cuando se estaba preparando la cena en la soledad de su apartamento de la calle
Baños el corazón le dio un vuelco. En uno de los informativos de la noche
habían conectado con París para una rueda de prensa del Ministro de AAEE
francés. A la derecha del Ministro
estaba sentado Yves, su joven amor francés.
Impoluto, vestido de manera impecable, el pelo blanqueado por los años y
una cara bronceada por el sol o, vaya usted a saber, si por los efectos de los
rayos uva. Una lágrima se resbaló sin cortarse un pelo por la mejilla de
Adelaida. No pudo remediar que se le
vinieran a la mente aquellas mágicas noches en la playa gaditana y “aquella
primera vez” donde le abrieron la rosa de su rosal. Una profesora de Música
dando la nota y desafinando al mismo tiempo. Mientras apuraba en la mesa de su
cocina una tortilla francesa (¡que casualidad!) con trocitos de jamón pensó que
la vida, en el amor, casi siempre termina en suspiros por lo que pudo haber
sido y no fue. Por la ventana de la cocina se escuchaba el fragor de los coches
y las risas de gente joven camino de la movida nocturna del Centro de la Ciudad. Mientras se
desabrochaba el delantal notó una grata sensación de felicidad. Sus amores
juveniles verdaderos duraron tan solo un mes pero fueron tan intensos que
mereció con creces la pena. Por aquellos días la señorita Adelaida nunca fue
más Adelaida y menos señorita. Nunca sintió pena en al alma quien antes no
experimentó el placer del gozo vivido y compartido. Hoy, eso si, la señorita
Adelaida no tiene quien le escriba.
Tan solo una Habanera hermanada con un Tanguillo sabe de su pasión. El
amor de la señorita Adelaida. El Puerto,
Burdeos, La Habana,
Cádiz y, como siempre, al final siempre Sevilla. Testigos fieles de un romance
de los que marcan toda una vida. (“Óigame
compay no deje el camino por coger la vereda….El cuarto de Tula se cogió
candela / se quedó dormida y no apagó la vela”). Las canciones cubanas
salvándonos a todos de casi todo. La
señorita Adelaida y su hermoso verano del 84.
Juan Luis Franco – Domingo 31 de Mayo del 2015