“A Encarna Olivera Carrión que
vivió veintidós
años con el cielo de Sevilla como
techo”
Eran los preámbulos de la
Expo del 92 cuando los vecinos de la calle Feria la vieron
aparecer por primera vez. Era una mujer de unos treinta y cinco años de edad de
aspecto descuidado pero con un cierto porte señorial. Un ejemplo paradigmático
de que quien tuvo retuvo. Portaba un pequeño macuto marrón y una gran bolsa
donde se suponía tenía depositada la totalidad de sus pertenencias. Se sentaba
placidamente en la esquina de la
Iglesia de Omnium Sanctorum y allí distribuía su tiempo entre
la meditación y la lectura. Nunca pedía limosna y si algún alma caritativa se
le acercaba para darle alguna monedilla lo agradecía cortésmente no sin antes mostrar un cierto
rubor. Comía primordialmente frutas que algunos de los comerciantes de la
cercana Plaza de la Feria
le solían dar. Las pelaba con una parsimonia y un estilo que hacían presagiar
que aquella mujer se había sentado en mesas señoriales. Cuando ya la tarde
declinaba recogía sus pobres y pequeñas pertenencias y desaparecía del lugar.
Nunca supo nadie donde pasaba la noche. Al día siguiente y con las claritas del
día volvía a aparecer y se sentaba de nuevo en su sitio de costumbre. Una
mañana la vieron aparecer con un perro grandote de color canela y con la mirada
tan triste como su dueña.
Excepcionalmente cada jueves se
levantaba para acercarse al cercano Mercadillo. Allí Joaquín, un vendedor de
libros usados, le solía regalar alguno para que pudiera desarrollar una de sus
pocas aficiones conocidas: la lectura. Sus
lecturas preferidas eran las llamadas novelas históricas y los libros de
poesía. Eran vanos los intentos de
quienes intentaban entablar con ella alguna forma de dialogo. Educadamente rehuía
la conversación y bajando la cabeza se retiraba con su libro bajo el brazo
camino de su particular espacio
callejero. En sus muy escasas y cortas ausencias allí dejaba
momentáneamente a su perro y a sus
escasas pertenencias. Los días en que arreciaba la lluvia o el frío se volvía
insoportable buscaban –ella y su perro- cobijo en un portal cercano con el
beneplácito de sus dueños. Nunca molestaba ni solía dejar ningún rastro de sus
pequeñas estancias. Se acicalaba y hacia sus necesidades en los cercanos servicios del Mercado de la Feria. Era de esas personas que
forman parte amable e indisoluble del paisaje urbano y que necesitan
desaparecer para que notemos y sobre todo sintamos su ausencia. No existe nada
más imprescindible y ensalzado que un muerto. En teoría todos los muertos son
buenos y todos serán llorados eternamente (el estado de abandono en que se
encuentran muchos nichos y tumbas del cementerio sevillano nos aclaran que
entendemos los humanos por “eternamente”). Nuestra indigente pasó veinte años
en el mismo lugar. En el mismo sitio y a la misma hora. Fueron vanos los
intentos de particulares y entidades que intentaron ayudarla. La Hermandad de los
Javieres llegó incluso a tratar el tema en un Cabildo de Oficiales. Hasta el
señor Arzobispo mandó un emisario de Caritas para ver que se podía hacer por
ella. Todos los intentos fueron inútiles. Se negaba con un ligero meneo de
cabeza a aceptar algún tipo de ayuda. Sacaba una manzana y un libro de su
macuto y los mostraba como signos inequívocos de que tenía todas sus
necesidades cubiertas.
Tan solo aceptó que un veterinario cercano atendiera a su perro que solía vomitar cada mañana. El
noble animal la tenía seriamente preocupada. Lo llevó a la consulta causando sensación
en la sala de espera de la misma el comportamiento tan dócil del animal y los
modos señoriales mostrados por su dueña.
Le
diagnosticaron una gastroenteritis pasajera posiblemente motivada por haber comido
algún alimento en mal estado. Un día en ayunas y un par de pastillas fueron
suficientes para que su noble amigo volviera a la normalidad.
Para
agradecerle al veterinario los servicios prestados insistió con pocas palabras
en que le aceptara una medalla de plata de la Virgen de la Almudena. Fue la
única vez que la oyeron decir tres palabras seguidas: “Era de mi madre” dijo
susurrando entre dientes. El veterinario por no desairarla aceptó encantado la
medalla.
Los acontecimientos posteriores se desarrollaron a una velocidad de
vértigo. Durante tres largos días los vecinos
observaron con extrañeza que la mujer no hacia acto de presencia. Empezaron a
preguntar y a preguntarse donde podría estar y, lo más importante, que le podía
haber ocurrido. La mañana del cuatro de mayo del 2014 la prensa local los sacó
de dudas con la siguiente noticia: “Ha aparecido muerta en la Glorieta García Ramos de los
Jardines de Murillo una mujer que se encuentra pendiente de identificación.
Aparenta tener unos sesenta años de edad y por las pertenencias que portaba
parece ser se trata de una indigente. Junto al cadáver se encontraba un perro
el cual no paraba de gemir. Su cadáver ya se encuentra en el Departamento
Anatómico para practicarle la autopsia y proceder a su posterior identificación”.
Posteriormente y mas concretamente el día ocho de mayo la prensa
madrileña despejaba todas las dudas sobre la enigmática mujer: “Aparece muerta
en un parque sevillano Almudena del Moral Salguero. Se encontraba en paradero
desconocido desde el mes de Diciembre de 1991. Afamada científica madrileña era
una de las mayores autoridades mundiales en la investigación de tratamientos
con células madres. A pesar de su juventud había obtenido varios premios
internacionales de investigación. El quince de noviembre de ese mismo año y
cuando se dirigía a su casa de la sierra madrileña sufrió un grave accidente de
circulación con el coche que ella misma
conducía. En el mismo fallecieron en el acto su marido y sus dos hijos de cinco
y tres años respectivamente. Ella tan solo sufrió heridas leves. A su salida de
la Clínica de
Nuestra Señora del Camino desapareció por completo de la vida madrileña.
Cuantos intentos se hicieron para localizarla por parte de familiares y amigos
fueron inútiles. Parece ser que vivía en plena calle de Sevilla. Murió sentada
junto a su perro en una glorieta de un parque sevillano. Sus restos ya descansan en el Cementerio de la Almudena”.
El día quince de mayo del 2014
a las siete de la tarde se celebró por el sufragio de su
alma una misa en la iglesia sevillana de
Omnium Sanctorum. Asistieron las primeras autoridades de la Ciudad encabezadas por el
Alcalde. También asistió el señor Arzobispo que ofició la misa. Lo hicieron
igualmente numerosos vecinos de la collación y una representación de los comerciantes
del Mercado de la Feria
y del Mercadillo del Jueves. La iglesia estaba repleta de gente de todas las
clases sociales, credos e ideologías políticas. Alguien depositó un par de
claveles donde solía sentarse. Un librero del Mercadillo dejó “El Péndulo de
Foucault” de Umberto Eco.
A esa misma hora encerrado en una
jaula metálica de la
Sociedad Protectora de Animales un perro color canela, viejo,
cansado y solo masticaba su perruna soledad. Había perdido de una tacada la libertad, el
cariño de su dueña y el cielo de la ciudad. Todos los cielos pueden esperar. ¿Todos? bueno… ¡menos el de Sevilla!