El asentidor
Cuando Leandro Pérez Cifuentes nació no se sabía bien que planeta
reinaría pero debía ser uno extremadamente obediente. Fue un niño que se crió
sin darle una mala noche a sus padres aunque, eso si, estaba suscrito a toda
clase de enfermedades infantiles. Él las llevaba con monacal resignación y sus
padres admirados ante tanto espíritu de sacrificio. Era el menor de cuatro hermanos y el único
varón de aquella camada criada para la vida y la obediencia en pleno corazón de
la judería sevillana. Calle Verde que te quiero verde. Hizo la primera comunión
en la Iglesia
de Santa Cruz y fue el único, caso muy favorablemente comentado, que no se echó
encima la taza de aquel engrudo marrón que llamaban chocolate Eso de que
siempre lo señalaran positivamente como el ejemplo a seguir le sentaba como un
tiro. Era el camino más corto para crearse enemigos en la vida. Cuando una
madre le decía a su niño:”Aprende de Leandro” él ya sabía que su lista de enemistades
tendría un nuevo “socio”. Su infancia y
juventud transcurrieron entre los estudios y los continuos recados que les
hacía a sus padres y hermanas. Nunca respondía a nada con un no y, a pesar de
que algunas veces estaba (con perdón) hasta los cojones, siempre callaba y obedecía
las ordenes recibidas. Se licenció en la Facultad de Derecho con unas notas excelentes e
hizo la mili como Alférez Provisional en el Regimiento Ligero Acorazado de
Caballería Montesa-3 de Ceuta. Cada vez que un compañero de promoción y
“ardores guerreros” tenía problemas él se ofrecía a hacerle la guardia
pertinente. Siempre dispuesto para todo y para todos. A su vuelta se casó con
Elena, su novia de toda la vida. Cuando
se casaron esta tuvo que tirarle del chaqué para que dijera el “Si quiero” pues
ante la pregunta de rigor el cura no encontraba ninguna clase de respuesta.
Siendo aún muy joven se “colocó” en el
Departamento de Estadística del Ayuntamiento sevillano. Allí su vida laboral
transcurría entres sus obligaciones y las de aquellos que dejaban las suyas a
medio hacer. Nunca le negaba un favor a nadie y todo le parecía bien. Tan solo
una vez que se cogió un dedo al cerrar un cajón lo oyeron blasfemar acordándose
del copón divino y no precisamente en términos místicos. Fue la comidilla del
día en el Departamento pues nadie creía que Leandro fuera capaz de enfadarse
por nada. Ver para creer: ¡Leandro blasfemando!
No se le conocían más aficiones que la lectura de novelas de
ciencia-ficción y la construcción de barcos en miniatura. Un día alguien le
preguntó si era bético o sevillista y le contestó creando un nuevo término
sevillano: “Soy betillista”. Fervoroso hermano, por tradición familiar, de San
Esteban salía cada Martes Santo portando alguna insignia que no encontraba
acople en ningún hombro. Siempre algún cofrade listillo decía: “No preocuparos que ya se lo digo yo a
Leandro”.
Entre sus familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos y conocidos
en general Leandro (el bueno de Leandro lo llamaban) gozaba de una gran
consideración. Era un hombre muy poco hablador y casi siempre dispuesto a
escuchar con suma atención a sus interlocutores. Cuando se expresaba siempre lo hacía
asintiendo con un escueto…“Tienes mucha razón”; “Es verdad lo que dices” o “Menos
mal que tú te has dado cuenta”.
Escuchaba las mayores tonterías o sandeces mirando fijamente a los ojos
de su interlocutor y mostrando una profunda atención como si quien le hablara
fuera el mismísimo Séneca. Esto, dado que vivía en un mundo de falsos
figurones, le había hecho granjearse el aprecio de propios y extraños.
No era fácil encontrar hoy en día a alguien
que supiera escuchar (aunque fueran una sarta de gilipolleces). Elena, su santa
esposa presumía de su, no menos, santo esposo. Sus hijos de tener un padre
comprensivo y poco proclive a innecesarias reprimendas. Leandro era la mesura
personificada.
Sus compañeros de trabajo siempre lo veían como la persona en la que,
aparte de confiar ciegamente, se podía “utilizar” para cualquier menester. Sus
amigos y vecinos lo tenían siempre a mano como un eficaz “paño de lágrimas”
donde poder descargar adrenalina y frustraciones. Nunca se quejaba de nada ni
de nadie y siempre mostraba una sonrisa beatifica ante los problemas de los
demás.
Cuando estaba a punto de cumplir
los sesenta años de edad una cruel enfermedad lo derrotó en muy pocos meses. En
ese tiempo nadie, salvo sus familiares más cercanos, fue a visitarlo. Eso si,
el día que una cerilla lo terminaría convirtiendo en un montón de cenizas metidas
en un tarro ovalado estuvieron allí casi todos.
Las apariencias son las
apariencias. Justo cuando su esposa recogía lo que el fuego purificador había
dejado de él su hijo mayor se sacó una nota del bolsillo de su chaqueta. La
había escrito el finado con el firme deseo de que se leyera en aquel preciso
momento. Decía así: “Mis queridos amigos, compañeros de trabajo, vecinos y conocidos
en general, antes de que “rompáis fila” y os vayáis todos a vuestra ocupaciones
cotidianas no quiero dejar pasar esta última ocasión para deciros que sois
todos una partida de impresentables. Os seguí la corriente para no perder el
tiempo contestando a vuestras miserias y
sandeces. Ahora que ¡por fin! puedo contestaros libremente solo se me ocurre
deciros, antes de que os disolváis, una única cosa: ¡iros todos a tomar por culo!”. Se hizo entre los
presentes un silencio (nunca mejor dicho) sepulcral mientras, Elena su viuda y
sus tres hijos, emprendían sin decir adiós el camino de vuelta a casa. El asentidor, aunque fuera por una sola vez en
su vida, había dado una nota desafinada pero necesaria. Nunca es tarde para
casi nada. Corrían (siempre han corrido) malos tiempos para los prudentes.
Juan Luis Franco – Miércoles Día 29 de Abril del 2015