Decir que aquel pueblo era singular era decir bien poco. Situado entre
la frontera española y la francesa se hablaban las dos lenguas con absoluta
naturalidad. Los habitantes no lograban superar los tres mil y nadie era ni se
sentía forastero. No existía el paro ni la violencia de género. Todos los niños
comían y todos los viejos dormían placidamente en sus casas. Nunca que se tuviera referencia existió un
solo caso de corrupción y los tres políticos existentes eran elegidos y
refrendados cada tres meses. No existía la riqueza ni tampoco la pobreza y los
bienes existentes eran repartidos en función de las necesidades de cada uno. La
gente solía morirse de viejo y las jóvenes enamoradas eran casi siempre
correspondidas. No existía la televisión ni la radio y las noticias de fuera
siempre las traían los saltimbanquis y
los titiriteros que llegaban cada primero de mes. Las horas se regían por el
campanario de la torre de la Iglesia Mayor
y el tiempo lo marcaba el canto de la alondra. Lo único que estaba
rigurosamente prohibido era la tristeza, la insolidaridad, la usura y las
meadas callejeras. La madrugada de cada veinticuatro de diciembre se
escenificaba el Nacimiento del Mesías y, para celebrarlo, se bebía y comía de manera
abundante. Se aprovechaban los día se la Semana Santa para desenclavar
por unos días a todos los crucificados existentes en el pueblo. Cada mañana se
pasaba lista en la puerta del Ayuntamiento para comprobar si alguien había
desertado o se hubiera muerto durante la noche.
La mitad de los hombres se llamaban Pablo y la otra mitad Pierre. Los
nombres de las mujeres se dividían entre Mercedes y Dominique. Todos los habitantes varones
tenían un mote siendo por el mismo como eran realmente conocidos. Las mujeres
eran conocidas por su ascendencia paterna. Los niños, a la salida del colegio,
ayudaban a sus madres en las tareas domesticas y las niñas lo hacían con sus
padres dentro de sus oficios o labores. Los niños con las niñas y las niñas con
los niños. La limpieza de calles y plazoletas se la repartían los vecinos
limpiando el tramo más cercano a sus casas. Los ancianos y ancianas quedaban
exentos de estas tareas. La
Educación, la
Sanidad, el Arte y la Cultura eran gratuitos y los libros de la Biblioteca Pública
eran prestados para su lectura los cinco primeros días de cada mes. Los viernes de cada semana
se organizaban en la sala multidisciplinar del “Centro Cívico las Palomas”
conciertos de música clásica, flamenco, jazz, sesiones de cine y representaciones
teatrales. En bares y tabernas estaba prohibido que tres o cuatro hablaran a la
vez y que los taberneros se limpiaron
los mocos con su mandil.
Cada nuevo nacimiento era celebrado con jolgorio por toda la tribu y en
cada nueva defunción se encendía una vela roja en cada casa. Las puertas de las
casas permanecían abiertas durante el día y solo se cerraban en invierno con la
llegada de la noche. Para solventar el dilema entre Monarquía o República un
año se elegía a un Rey y al siguiente a un Presidente republicano. Había un
médico y un maestro de escuela por cada cinco habitantes del lugar. Con tres
policías, un juez y una secretaria de juzgado se cubrían los trámites
judiciales pertinentes. No se conocía
Internet ni los wasap y la gente se comunicaba dando voces por las azoteas o a través de palomas mensajeras. La
televisión local emitía de manera permanente la “Carta de Ajuste”. En la radio
del pueblo solo se escuchaban boleros, rancheras, coplas y música cubana. Los bomberos eran los encargados de encender
el sol cada mañana.
Los periódicos se editaban con las páginas en blanco para que los
vecinos escribieran en ellos la percepción que tenían de la vida y sus cosas.
El veinticuatro de septiembre, Día de La Merced, era el pistoletazo de salida para las fiestas
del pueblo que solían durar hasta que se acababa el vino, los refrescos y las
viandas.
El Equipo de Fútbol local un año jugaba en la Regional Preferente
española y al siguiente en la francesa.
Los nombres de las calles siempre eran de antiguos y extintos vecinos de las
mismas con notorios méritos contraídos para ello. El dilema entre los Reyes
Magos y Papa Noel lo resolvieron comprando un cuarto camello. La homosexualidad
era considerada un don del cielo y la ilusión de muchas madres con hijas solteronas era que se casaran con un
tendero chino. Existía en la entrada del pueblo una puerta giratoria para que
saliera o entrase quienes lo estimaran conveniente. Ese fue el grave error al que se enfrentaron: dejaron entrar a los que
nunca debieron y dejaron salir a los que
más necesitaban.
Entonces llegaron “ellos”.
Compraron un local en el centro del pueblo y crearon un banco. A los
jóvenes les prestaron dinero para sus becas de estudios. A los hombres lo hicieron
para que cambiaran de coches. A las mujeres para que reformaran cocinas y
cuartos de baños. A los viejos les cambiaron su dinero por una cosa que “ellos”
llamaban preferentes. Los tres políticos
existentes se multiplicaron por cien y las cuentas corrientes de los mismos lo
hicieron por cien mil. Se creó en el Ayuntamiento una “Oficina de Atención
Ciudadana” y los cargos políticos, si procedía, se renovarían ya cada cuatro
años. La tele local se hizo nacional y empezó su desenfrenada programación de
ocio, entretenimiento y basura. La radio emitía noticias desesperanzadoras y
los tertulianos se enzarzaban en discusiones tan estériles como groseras. Las ferreterías se “hincharon” a vender
cerraduras para blindar las puertas y ventanas de las casas. Los viejos fueron
almacenados en Residencias creadas en las afueras. Los niños empezaron a notar
los platos vacíos y la Biblioteca
se recicló en una discoteca. Las tabernas se convirtieron en bares y el mosto
fue sustituido por los gin-tonic de diseño. Los jóvenes se comunicaban por pequeños
artilugios que movían compulsivamente con la yema de los dedos. Todas las
calles cambiaron de nombre y en Navidad se cambió el contenido por el
continente. Nadie conocía ya a nadie y lo más preocupante es que se comentaba
que lo malo estaba todavía por llegar. Dicen que para todo existe una primera
vez. La clave fue que dijeron si cuando procedía decir no. Hasta Jesús se preguntaba en la soledad de capillas y conventos: ¿y ahora quien me va a
quitar a mí los clavos de esta pesada y eterna cruz? La respuesta se quedó eternamente flotando en
el viento. Siempre es tarde cuando la dicha es mala.
Juan Luis Franco – Viernes día 27 de Marzo del 2015