En España hay más de 2.000.000 de niños que viven por debajo del umbral de la pobreza. En España más de 1.300.000 familias tienen a todos sus miembros en paro y muchas de ellas con todas sus prestaciones por desempleo agotadas. En España lo único que sobra hoy día es….la poca vergüenza. España vive enmarañada en una doble M. La que nos lleva a la Miseria y la que pone en las puertas giratorias (entran y salen como si tal cosa) de los Juzgados a los Mangantes. La Cruz Roja se queja amargamente de que, en lo que llevamos de año, han atendido a más de un 1.000.000 de personas en sus necesidades más elementales. Caritas ha duplicado por cinco sus prestaciones sociales hacia los más desfavorecidos. En nuestro país, y de manera paralela, a la par que aumentan los parados también lo hacen los corruptos. ¿Puede alguien por tanto extrañarse de que el Señor de Sevilla tenga heridos los brazos? Va a ser sometido a un proceso de saneamiento en sus extremidades superiores que son, en definitiva, las que sostienen una cruz donde los sevillanos, a lo largo de los siglos, depositaron penas, sinsabores y miserias. Es mucha la carga que soporta últimamente como para no notar sus brazos cansados ante el peso de la pena del mundo. Las dos arterias que nos llevan a San Lorenzo (Cardenal Spinola y Conde de Barajas) las recorren a diario las mujeres sevillanas para pedir salud para sus maridos y trabajo para sus hijos. Siempre ocurrió así y, por tanto, nada nuevo bajo el sol…de Sevilla. El Señor de Sevilla, en su infinita bondad, atiende las suplicas sevillanas y nota, en sus brazos exhaustos, el dolor de los que ya nada pueden perder por haberlo perdido todo. No puede soportar tanto desconsuelo y, al hacerlo suyo, se rompe como las olas del mar al chocar contra los acantilados. Quisiera transformarse en un nuevo Cardenal Spinola y, calzado con las “Sandalias del Pescador”, recorrer las calles de la Ciudad avergonzando las conciencias de los poderosos. Pero sabe que no puede ausentarse de su consulta espiritual en la Plaza de San Lorenzo. Durante unos días, que a no dudar se nos harán eternos, se ausentará para someterse a una nueva cura. Sus brazos acarician las cabezas de los niños; se extienden para sostener a los que la vida tambalea y , cuando todo esto que llaman vida termine, se abrirán amorosos para abrazar a los que ya, definitivamente, moren a su lado. Se marcha momentáneamente para ser sanado y pronto volverá a su pedestal de gozo y pena. Seguirá atendiendo desde su atalaya las suplicas de un pueblo que lo hizo tan suyo como el aire que necesita respirar para vivir. Dios en la Ciudad tiene nombre y es fácilmente localizable a través de los tiempos. Un día decidimos que Él era nuestro único Señor y la Ciudad siempre se hizo sabia y eterna en sus aciertos y, noveleramente efímera en sus errores. Suelta momentáneamente su Cruz para que le curen sus brazos y anhela el momento de sentirla apoyada de nuevo sobre su hombro. Ni quiere ni puede dejarnos solos. Esta es una Historia interminable de siglos y que está marcada a sangre y fuego en los corazones de los habitantes de la Ciudad. Creer o no creer en Dios es una opción individual que siempre –en uno u otro sentido- estará cargada de legitimidad. Con el Señor de Sevilla la cuestión se resuelve en clave sevillana: lo triste nunca será que dejemos de creer en el Gran Poder; lo verdaderamente penoso es que Él deje algún día de creer en nosotros.
sábado, 7 de julio de 2012
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